LA PARTIDA
- Ricardo Harrington
- 24 jun 2023
- 4 Min. de lectura
Ahí estaba yo, de pie sobre el andén de la estación, inmóvil, mirando con mis
profundos ojos marrones el tren, que aguardaba, como cansado. De mis brazos largos y delgados, colgaban, desvencijadas -demasiado pesadas aquella tarde-, mis dos maletas, compañeras de toda una vida, “las camisas blancas, están limpias”, murmuró Beatriz, pasándomelas, con un gesto extraño que parecía pedir a gritos que me quedara, pero que, al mismo tiempo, se resignaba a que me fuera. El jefe de estación, anunció con su silbato que era la hora de la partida. Una mujer gorda, colorada y bajita, apareció corriendo con gran escándalo, cruzó el andén dando pasitos cortos, bufando y gritando un nombre que no se entendía. De su brazo derecho, colgaba un gran canasto de mimbre cubierto con un trapo de algodón blanco, impoluto. Recorrió los vagones de segunda, tratando de ver tras los cristales, hasta que de una de las ventanillas del gran gusano de metal, emergió una pequeña anciana que llamó a la del canasto, agitando su brazo corto de piel transparente, que dejaba ver casi todo el ramal de venas azules, como si se tratara de una pieza de la clase de anatomía. Como no se hacía ver, acompañó su gesticulación con una vocecilla delicada, apenas audible. La colorada, que entre palabra y palabra resoplaba, extenuada por el esfuerzo, la divisó y aceleró hacia ella. Le explicó detalladamente no sé qué cosa a la viejecilla, que parecía divertida con la escena. Finalmente, y sin dejar de disculparse, que era lo que se deducía de su gestualidad, se empinó todo lo que pudo para entregarle el canasto a la anciana que lo recibió muy agradecida y sonriente. La locomotora se quejó largamente, exhalando un espeso vapor, que rápidamente se extendió por el andén, cubriéndonos a todos por igual, “Sergio, ven a despedirte de tu padre”, oí que decía su madre a mí único hijo, justo cuando cerraba la puerta de calle. Pero yo sabía que Sergio se quedaría encerrado en el baño o escondido en el fondo del patio, esperando a que estuviera lo suficientemente lejos para no tener que verme los ojos, o decirme alguna cosa. Yo entendía que no entendiera. Se lo dije la vez que le conté lo que pasaba; y tampoco dijo nada, ni me miró a los ojos. Un joven iba o volvía del servicio militar y se abrazaba a su madre como a la única tabla en un naufragio. Una enorme bolsa marinera le colgaba del hombro haciéndolo parecer más débil aún. Los vagones se desperezaron repentinamente y crujieron una o dos veces. Un instante después, comenzaron a moverse muy despacio sobre el acero brillante de la vía, “¿Por qué tiene que terminar así?”, había preguntado Beatriz, mientras almorzábamos, “¿no existe alguna manera de hacer las cosas que no sea ésta?”, manos y pañuelos se agitaban hacia y desde las ventanillas del bicho. El joven militar, con su uniforme perfectamente planchado, saltó ágil al estribo en movimiento y, ahora detenido allí, abrazaba la bolsa con la misma fuerza delicada con que segundos antes había abrazado a su madre, “prométeme que vendrás a vernos…, aunque sólo sea por Sergio.
—Sí.
Di un paso y luego otro, inseguro, avanzando hacia el gran transportador de seres
queridos, que aullaba, deslizándose cada vez más veloz, “no olvides poner en la maleta la foto en donde estamos los tres en Cartagena”. Ese veranos parecía ahora tan increíblemente remoto. Aun así permanecía fresca la imagen de familia feliz de esos días. Estaba corriendo junto al tren, todavía sin decidirme a subir en él. Unas monedas saltaron de uno de los bolsillos de mi chaqueta, rebotando el andén hacia distintos lugares. Una pequeña con chapes amarrados con cintas rojas, me decía adiós con su pequeña mano desde el interior del montón de fierro, “haznos saber tu dirección… para mandarte la correspondencia”.
—Sí.
El gusano comenzó a dejarme atrás. Los vagones de tercera me adelantaban a toda
velocidad. Tuve que soltar un de las maletas y entonces lo alcancé, haciendo un enorme esfuerzo y casi pude montar.
—¡Pedro!
Mi nombre retumbó en lo profundo de mi cabeza, como si me hubieran dado un
mazazo. Me volví hacia el grito aún corriendo. Bajo las luces amarillentas de la estación, en el frío de la noche, envuelta en el manto que yo le había regalado, corría Beatriz. Su negra cabellera suelta flotaba en el aire húmedo y un brazo extendido hacia Dios, me llamaba con desesperación. Dejé de correr, paralizado por la aparición. Ahora el tren se alejaba de mí irremediablemente.
—¡Pedro! —se escuchó, ahora en toda la ciudad; en cada uno de las células de mi
cuerpo.
La maleta que había sostenido tan empecinadamente resbaló de mi mano. Cerré
los ojos fuerte, muy fuerte. Entonces, escuché el sonido de sus tacos sobre el cemento del andén, “el amor comienza un buen día y termina otro”, había comentado Beatriz, alguna vez, sin gran convencimiento.
Por un momento, creí sentir su respiración rozándome los pómulos. Salté y, de un tirón brutal, el gusano y yo nos alejamos hacia la llanura sembrada, bajo el cielo ennegrecido, sin estrellas, trizado por el agudo chillido de la bestia.
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