EL ESPEJO ROTO
- Ricardo Harrington
- 28 jun 2023
- 5 Min. de lectura
Fragmentado, pensó Cecilia, sin saber en realidad por qué, dando la última cepillada a su escaso cabello cano, dejándolo presentable, se dijo, sólo para que no me hallen cara de loca, completó, y le sonrió a la imagen que le devolvía el espejo en esa cálida mañana de verano, que le respondió haciendo lo mismo.
—La obediencia —dijeron las dos al mismo tiempo.
Sólo que tú no tienes voz se burló para sí misma, Cecilia, contenta de ser mejor que su imagen del espejo.
La esperaban múltiples tareas. El jardín es lo que más me preocupa, sentenció, determinada. Luego, este animal, que debería regalar, mintió, mientras la pequeña bestia manchada de café y negro sobre un pelaje enrulado blanco, bastante sucio, le saltaba poniendo sus patas con uñas largas, sobre su falda larga y gruesa.
—Espera —le dijo, seria, señalándolo con un dedo casi acusador.
El inquieto perro, dejó de saltar y comenzó a caminar a su lado, tranquilo.
—Debes esperar. Hace mucho calor para que las plantas esperen.
Cuando ya había terminado su cotidiana labor matutina, incluyendo darle de comer a Pesadilla, se preparó su café instantáneo. Se sentó frente a la mesa de la cocina, escuchando el desagradable sonido con que su pequeño animal se alimentaba.
—Debieras ser como las plantas —le dijo—; silencioso y tranquilo.
Pero el perro estaba demasiado ocupado con su comida para prestarle atención.
Eso es, pensó. Atención… Prestar atención.
Bebió otro sorbo de café y sonrió contenta de haber descubierto una parte del problema. Porque es sólo una parte, la otra es…, trató de terminar su reflexión, sin conseguirlo. Pesadilla, que ya había terminado de comer, se echó a sus pies. Puso su cabeza sobre el pie izquierdo de Cecilia y dejó caer su lengua hacia un lado, satisfecho.
—Eres horrible, Pesadilla —le dijo sin siquiera mirarlo y el animal se puso de pie y se instaló a un lado de la silla, moviendo la cola y mirándola muy alegre. Le acarició la cabeza y Pesadilla subió sus dos patas sobre las piernas de la mujer, que hizo un gesto de desagrado, sin ninguna convicción y sin dejar de acariciarlo. Ni se te ocurra, pensó, cuando el perro parecía que intentaría trepar completo; entonces, el animal se quedó en el mismo lugar, contento de ser acariciado.
Debo apurarme, recordó, hoy vienen las criaturas a almorzar. Sorbió el resto del café de la taza y se puso de pie obligando al perro a regresar sus patas al suelo. Lavó la taza y la cuchara con cuidado, los puso en el escurridor, a un lado del lavaplatos y miró por la ventana de la cocina, hacia el pequeño patio trasero, donde la brisa mecía ligeramente las plantas y el pequeño Algarrobo, que ella misma había plantado. Pastel de papas, concluyó, a todos les gusta y es fácil de hacer.
—Pastel de papas —compartió con su perro—. Dudo mucho que sobre algo, pero yo te guardaré un pequeño pedacito, no te preocupes.
Y el animal saltó sobre sus cuatro patas alrededor de la mujer.
—Ya, quítate, no seas hostigoso —lo reprendió, sin enojo.
Estaba casi entera metida en el horno, revisando si el pastel de papas estaba listo, cuando sonó el teléfono. Siempre lo mismo, pensó, no puede ser antes, ni después, sino justo cuando estoy más ocupada o concentrada, siempre es igual, refunfuñó, divertida. El teléfono no dejaba de sonar, pero Cecilia estaba con las manos sucias y cuando logró estar lista para responder la llamada, el teléfono dejó de llamar.
—Vaya —le dijo a Pesadilla—. Qué poca paciencia. Pero me iré a sentar, porque si me quedo esperando aquí a que vuelva a sonar, no lo hará; en cambio, en cuanto me siente, volverá a chillar. Tú eres testigo, sólo que no se lo puedes contar a nadie. Y cuando yo lo hago, me convierto más y más en esa vieja loca y amargada de la que todos se quejan.
Caminó lentamente hasta el sillón que le gustaba. Con dificultad, se sentó. Esperó.
—No contaré, porque entonces demorará más —dijo, para sí misma.
Cruzó las piernas y el teléfono volvió a sonar. Miró a su perro, torciendo la cabeza hacia un lado, dándole a entender que se lo había dicho. Las manchas peludas saltaron hacia el teléfono, como si quisiera contestarlo él mismo. Deja, deja, si esta vez lo alcanzaré a responder, pensó la mujer tratando de conservar el aliento en su apuro.
—¿Aló? —respondió, con la voz cascada—. Hola mi amor, ¿cómo estás? Me aleg… —la voz del otro lado, la interrumpió—. Ah, claro, no se preocupen. No, claro que no. Está todo bien. Por supuesto, mi amor. Te amo.
—Podrás tener un enorme pedazo… ¡Suertudo! —le dijo a la bestia enana, que la miraba con la lengua afuera y la cola como ventilador.
¿Por qué no logro acordarme de este sueño?, se preguntó, pero más a su reflejo, en el espejo. Estas tres mechas locas me hacen ver como una vagabunda, pensó, también. Las peinó cuidadosamente. Su rostro parecía satisfecho, cuando terminó con el cepillo; ambas sonrieron. Deja de una vez por todas de tratar de ser yo, se dijo, casi molesta. ¿Qué no ves que yo soy libre y tú no? La vio reírse a todo pulmón y se enfureció porque tenía razón. ¿De qué libertad hablaba?, pensó, frustrada.
Cuando estaba por salir del baño regresó con gran decisión, se miró en el espejo; por última vez, pensó, y con un fuerte golpe de su puño, lo rompió. Se dio media vuelta y salió otra vez del baño sin volver la vista atrás.
Mientras sorbía lentamente su café, sentada frente a la pequeña mesita de la cocina, con Pesadilla echado a sus pies, seguía sintiendo la rabia y la frustración que había sentido antes, frente al espejo. Algo había calado hondo en ella.
—¡Soy mejor! —grito por fin, asustando al perro, que dio un salto, alejándose de la mujer.
—Perdona, me dejé llevar —se disculpó con el animal.
—Pero, soy mejor —susurró.
¡Eso es!, se dijo en silencio. Soy mejor que esa imagen; la importancia que le doy a todos los reflejos en los que me veo, me hacen dudar, concluyó. Pesadilla, en cambio, no presta atención a mis palabras, sino a mi cariño, continuó, casi en voz alta. Entonces, siempre es feliz, porque sólo le importa lo que siento por él y no lo que opino. Y es que el espejo, continuó reflexionando, es sólo una imagen externa que casi todos tomamos por cierta, porque nadie nos ha enseñado a ver ni a aceptar la interna.
Se puso de pie como un resorte. Encendió el horno. Se acercó a la ventana de la cocina y la abrió, dejando entrar el aire fresco y seco de esa hora de la mañana. Disfrutó un instante con el movimiento suave de las plantas y el joven Arrayán, que parecían saludarla, desde cada uno de sus lugares en el jardín.
Se sintió distinta, mejor. Aliviada, pensó. Y esbozó una ligerísima sonrisa que la hizo ver repentinamente más bella, jovial y radiante.
—Yo —concluyó.
Tengo que hablar con mis hijos, se dijo en silencio, para que cuando hagan sus propias familias les enseñen a los suyos, desde el principio, que no presten atención a la imagen del espejo, ni a la que reflejan las opiniones de las demás personas; que sólo son como fragmentos del mismo reflejo externo.
Volvió a sonreír para sí misma, esta vez con todas sus ganas. Se sintió muy feliz por primera vez en muchísimo tiempo.
Sacó del horno la fuente con el pastel de papas ya caliente. Sirvió una gran porción en un plato, puso la fuente con el resto en el suelo, junto al pocillo de Pesadilla y se sentó a la mesa de la cocina, contenta, sin más preocupaciones.
—Ten cuidado, que está muy caliente —le advirtió, amorosa, al perro—. Puedes comértelo todo, si quieres —lo autorizó, aunque la pequeña bestia ya no prestaba atención, su hocico estaba completamente sumergido en el pastel de papas, que disfrutaba, sin masticar, mientras meneaba la cola tan rápido que podría haberse elevado como un helicóptero.
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