CORAZONES SINCRONIZADOS
- Ricardo Harrington
- 27 jun 2023
- 7 Min. de lectura
Poco después de despuntar el alba escuchó a las gaviotas graznar cerca, dando vueltas en el aire húmedo de esa hora. Un sonido que lo remitía a otro tiempo antiguo de cuando era apenas un niño; y que le producía una vaga melancolía, como la que traen ciertos olores, algunas canciones y hasta a veces los sabores.
Aquella mañana el sol había decidido aparecer después de varios días nublados aunque sin lluvia, pero continuaba haciendo frío. El otoño estaba por darle paso al invierno. La habitación estaba iluminada y ayudaba un poco a mejorar el ánimo.
En el espejo se volvió a ver, como siempre, deseando hacer algo con esa imagen suya que no le terminaba de entusiasmar. Lavó con mano de gato su rostro y dejó, una vez más, la ducha seca; ahorrando agua y gas, se justificaba, total no huelo mal.
Mientras bajaba hacia el puerto pensó que debería volver a fumar, pero de inmediato se dijo que sería muy caro de mantener un vicio así.
Compró lo que necesitaba sin regatear ni cotizar, lidiando con las personas aglomeradas en los pasillos del mercado y en las veredas de esa ciudad, que había perdido su tradicional encanto. Todo lo sentía en demasía violento; daba la impresión de que a los porteños se les había acabado la paciencia y ya no parecían tener una real empatía por los demás, ni aunque uno fuera un viejo todo cagao, pensó.
Debió descansar varias veces en el camino de regreso, parando en medio de la subida para dejar la bolsa en la acera, apoyada contra las paredes de las casas o en alguna escalera. Aprovechó de mirar el mar en la bahía que lucía otra vez azul por el sol entrándole en bandada como Piqueros albinos. Disfrutó como propio el cigarrillo que fumaba un pordiosero apoyado en una esquina; con tantas ganas, que se acordó de su amigo Fernando, que alguna vez dijo que al único que le perdonaba que fumara era a él porque lo hacía con tanta pasión que lo convertía en un arte.
Cocinó lentejas con chorizo y mucho zapallo, como le gustaba y le vino el recuerdo de las que cocinaba su madre, que las hacía con tocino y sin arroz. Le costaba comprender por qué algunas personas agregaban arroz en las legumbres. Aunque podía entender -porque él mismo lo hacía- que se comieran los porotos masticando una marraqueta. En definitiva, era prácticamente lo mismo.
Almorzó tarde, escuchando el rumor de los cabros chicos del barrio jugando en la cancha. Ese trapecio inclinado e improbable que elevaba el amor por el fútbol a la categoría de Religión. Escribió un principio de poema que lo esperanzó, creyendo que podía tratarse de algo con algún valor. Y decidió salir a caminar antes de la puesta de sol, para estirar las piernas, porque había escuchado tanto decir que era saludable.
Aunque aún era temprano y en absoluto su costumbre, entró en un bar para tomarse un vino. Tal vez una cerveza, se dijo. Me voy a curar, pensó. Y es que sabía que con apenas media cerveza solía quedar entonado, capaz de tomar malas decisiones. El viento fresco que se levantó justo antes de entrar en el bar lo decidió, sería vino.
El lugar estaba desierto.
—¡Vaya! —murmuró más para sí que para el cantinero que lo miró con curiosidad desde el otro lado de la barra—. Soy el único borracho del barrio.
El hombre que atendía sonrió.
—Un vino tinto, por favor —ordenó sin precisar.
El cantinero lo miró con paciencia, como si aguardara a que se decidiera por alguno en especial, luego miró los estantes detrás de él, llenos de botellas diferentes y terminó eligiendo un Carménère de Concha y Toro.
—Es lo que hay abierto —explicó al mismo tiempo que ponía la copa perfectamente limpia delante del cliente, mirándolo antes de servir, acostumbrado a que los comensales, a último momento, tuvieran un repentino cambio de opinión y quisieran algo distinto de lo que les ofrecía. Pero Bruno, asintió, con un diminuto gesto de su cabeza calva.
Estaba precisamente disfrutando del cristalino sonido del vino vertiéndose en la copa, cuando comenzó a sonar una suave música que venía desde el fondo del lugar.
—¿Cómo hizo eso? —preguntó Bruno sorprendido.
—¿Cómo hice, qué? —inquirió el barman.
—La música…
—Ah, no fui yo —explicó guardando la botella en el mismo lugar desde donde la había sacado—. Es una clienta que está en las mesas de atrás.
—¿Wurlitzer?
—Exacto.
“Teach Me Tonight”, cantada por Dinah Washington, empapó el ambiente y, por alguna razón que él desconocía, a Bruno le dieron ganas de beberse el vino de un solo sorbo. Y así lo hizo.
—Vaya, el jazz le dio sed —celebró, el que atendía—. ¿Otro? —preguntó restándole importancia, acostumbrado a la sed de los clientes.
—Por favor.
En el mismo momento en que el barman se giró en busca de la botella; como una aparición, lo saludó una mujer a escasos centímetros de su cuerpo:
—Hola. Me llamo Trinidad. ¿Quieres bailar?
Bruno se sobresaltó ligeramente.
—¡Ah, eso es nuevo! He causado casi todo tipo de reacciones en los hombres… pero susto no estaba en la lista —se burló la mujer.
—Lo siento —se excusó Bruno—. Es que hasta hace un instante pensaba que era el único en el bar. Fue sorpresa, no susto —sonrió galante el hombre.
La mujer estiró su mano, insistiendo en su propuesta.
Era una mujer atractiva de unos cincuenta, casi sesenta años; de cabellos rubios, probablemente teñidos, lacios y largos, que se agitaban cuando ella movía su cuerpo insistiendo en el baile. Vestía una falda amplia y larga, hecha de patchwork y botas vaqueras y una blusa ajustada que le hacía ver los senos probablemente más grandes de lo que realmente eran.
—La verdad es que no bailo —dijo Bruno luego de un brevísimo instante de considerarlo.
—¡No lo puedo creer! —se desilusionó ella.
—Lo sé —aceptó el hombre con un gesto avergonzado que le deformó por un pequeño instante el rostro.
—Pero si bailar es una de las pocas cosas que no se debe dejar de hacer en esta vida. Es como respirar. Si no lo haces te mueres.
Bruno se rió divertido y decidió permanecer callado pues alcanzó a vislumbrar una retahíla de frases que se transformarían en un sermón que no estaba dispuesto a soportar.
—¡Vamos! —insistió ella de buen humor.
—Preferiría no hacerlo…
—¡Ah. No me salgas con Bartleby! Eso no funciona conmigo —protestó ella con coquetería.
El hecho de que conociera la expresión y su origen descolocó a Bruno de una manera que no podía ni entender. De un momento a otro era como si se hubiera bebido la botella completa. Se sentía completamente ebrio.
La mujer le bailaba con cierta sensualidad ahora, como si se tratara de una bailarina de cabaret.
—Creí que eras un caballero —lo regañó.
—Ahora no sé si lo soy.
—Caballero o rufián, es hora de bailar.
—Creo que estoy avergonzado.
—¿De qué? ¡Ven a bailar, hombre!
Bruno miró al barman que se había retirado discretamente hacia la parte más alejada del mesón; y aunque secaba unas copas no se perdía movimiento alguno de la pareja. Su copa ya había sido servida y aguardaba como si se tratara de un elixir mágico. Apuró un largo sorbo y se levantó del asiento.
—¡Eso es! ¡Muy bien! —celebró la mujer y lo tomó de un brazo para arrastrarlo hasta la parte más amplia del salón. Pero en lugar de quedarse allí, siguió de largo con el hombre a rastras hasta llegar al Wurlitzer.
—Es que esta va a terminar y no quisiera que te despidieras tan pronto —explicó la bailarina—. Saliste duro de roer —agregó y sonrió encantadora.
Sin soltarle la mano puso un nuevo billete en la máquina y eligió dos canciones con asombrosa destreza.
—¡Qué habilidad! —la elogió Bruno con una sonrisa amistosa.
—Hay momentos en que se deben extremar recursos —rió Trinidad.
Lo tomó por ambos brazos y lo puso a bailar la última parte del tema que continuaba cantando Dinah Whashington con su exquisita voz metálica.
Por un instante los dos bailaron muy juntos como si fueran una vieja pareja de amigos o novios, hasta que la mujer lo miró directamente a los ojos y le preguntó:
—¿Qué es eso de que no bailas?
—Es una vieja historia… —intentó evadir él.
—No parece que tengamos apuro —insistió ella.
—Como podrás adivinar fui adolescente en los ’70 —comenzó a contar Bruno.
—Que es una ingeniosa manera de decirme que tenemos la misma edad, pero en nada explica que no bailes —lo interrumpió graciosa.
Bruno rió sinceramente divertido.
—Y como ya entonces me gustaba el cine —continuó sin desviarse —que de alguna manera nos regía a los de nuestra generación, tuve la mala idea de dejarme influenciar por una supuesta frase de Humphrey Bogart: “Tough guys never dance” (que, al final, resultó que nunca dijo) y me convertí en un no bailador profesional.
Ella comenzó a reír a carcajadas, sin dejar de bailar.
—Eres divertido para contar tus historias, seguro que lo sabías —lo alabó ella.
—Hablo mucho —confesó con humildad.
—Pero te perdiste más de la mitad de tu vida. ¿Lo sabes, no? —lo compadeció ella casi con ternura.
—Sí, lo sé. Ha sido un gran error.
La mujer le arregló el cabello que se había salido de atrás de la oreja con una naturalidad que hizo que Bruno se sonrojara.
—El baile tiene un poder como casi ninguna otra actividad humana: sincroniza los corazones de quienes lo hacen.
Aguardó un momento a que su declaración se asentara y continuó:
—Pero a una le enseñan cada imbecilidad y no las cosas realmente importantes.
Bruno la miró con un gesto tan determinado que ahora fue ella quien se sonrojó. Aunque le costó poco recuperarse y tomó la mano del hombre y la puso en su corazón.
—¿Quieres comprobar? —lo invitó.
Bruno apoyó con presión su mano en el pecho de la mujer y luego se la llevó al oído, divertido.
—No seas tonto —lo retó ella riendo.
Bruno se puso la mano en el pecho tratando de sentir su corazón.
Entonces ella lo tomó suavemente por la cabeza y la acercó a su pecho.
—¿Sientes? —susurró casi en su oído.
Bruno escuchó con atención: el corazón de aquella singular mujer latía sincronizado con la voz de Dinah Whashington, que continuaba cantando desde el más allá; con el puerto y sus aguas seguramente oscuras a esa hora; con el vino que había bebido y seguiría bebiendo; con los pies de ambos, que no habían dejado de bailar en ningún momento; con la vibración que sentía en sus manos en ese instante; y con la idea de vida que había perseguido por tanto tiempo. Separó su cabeza de aquel pecho tan profundo, miró a Trinidad directo a los ojos y la besó, suave y cuidadoso, como si mordiera un durazno demasiado maduro.
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