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CONCIERTO DE MEDIODÍA

  • Foto del escritor: Ricardo Harrington
    Ricardo Harrington
  • 26 jun 2023
  • 7 Min. de lectura

Hacía tanto rato que Bruno estaba sentado en aquella banca del parque prácticamente sin moverse que algunas palomas de la plaza se habían subido a sus hombros. Había logrado llegar allí con dificultad y algo de suerte pues en lugar de prestar atención al camino su mente estaba concentrada en recuerdos que se sucedían como en un álbum fotográfico; el agua de la acequia llenando la piscina de cemento, los nogales mecidos por el viento en la tarde veraniega, el alhumajo que borraba el camino hacia la casa de la playa, la zarzamora a un costado del riachuelo, los queltehues defendiendo sus nidos, los perros ladrando a la hora de la siesta, la resaca poderosa aunque el mar estuviera tranquilo, la trenza blanca y larga de la abuela, los baños de tina eternos…, por lo que al cruzar la calle casi lo atropellan dos veces. Pero él no se había dado cuenta. Solo había continuado caminando hasta dejarse caer en aquella banca y había permanecido inmóvil.

—Esperaremos el resultado de los exámenes antes de tomar decisiones. No

sabemos con certeza si es tan grave como parece —intentó tranquilizarlo el doctor, con la esperanza de que no se le notara que miraba a aquel hombre, ya entrado en años, como si fuera un cadáver.

—Es curioso —dijo Bruno mientras se volvía a poner la camisa muy lentamente,

con torpeza—. Derrochamos nuestra salud persiguiendo ganar dinero y éxito —una tos seca lo interrumpió. Aclaró la garganta y continuó, ahora con la voz algo ahogada—. Para luego gastarnos lo que hemos ganado en recuperarla. ¿No es acaso al revés? —preguntó retórico.

Cuando se dio cuenta de que estaba sentado en aquella banca con las palomas

adornándolo como a la estatua de un prócer, se rió divertido pensando que ser una especie de espantapájaros sobre el que se paran las palomas, era casi el preludio de lo que sucedería con los gusanos, cuando llegara el momento que había anunciado el doctor en la consulta. Y continuó quieto disfrutando de la cercanía de aquellas aves que, aunque nunca habían sido santos de su devoción, ahora las miraba con ojos distintos, más amorosos y tolerantes; al final de cuentas -pensó-, como había dicho sabiamente Whitman, no eran menos que cualquier otra especie, incluidos nosotros los humanos, en este maravilloso mundo en el que vivimos. Seguía prefiriendo a los caballos, los perros, los gatos, sobre todo a las panteras y a las jirafas, que eran de sus preferidas; pero nunca había visto una más que en el zoológico, recordó, por lo que en realidad le daba algo de culpa por sentirse en parte responsable de que esos animales magníficos estuvieran encerrados. Estas ratas con alas, como las había llamado casi toda su vida, en cambio, estaban libres, aunque su definición de libertad en animales era parecida a la que tenía para los seres humanos. O sea que tan, tan libres no le parecían. Habían transado. Libertad por comodidad. La facilidad de obtener alimento y refugio en las ciudades, las había llevado a convertirse en una suerte de animales domésticos en semi cautiverio. Y de alguna manera formaban parte de la huella atroz que la humanidad y sus inconsistencias para habitar en cooperatividad y comunidad iban dejando en su paso por el planeta.

El pelotazo entre la nuca y la oreja llegó casi al mismo tiempo en que sonó su

celular. Las palomas salieron volando asustadas y Bruno quedo medio atontado, aunque ya se sentía así después de la noticia de su salud. No atinaba a sacar el aparato de su bolsillo. Le dolía un poco la cabeza pero sobre todo la dignidad. Nunca había sido muy bueno para lidiar con las situaciones vergonzosas. Y ya podía escuchar las risas a sus espaldas aunque aún nadie se riera. De qué se ríen los buenos para nada, pensaba, adelantándose, mientras trataba de levantarse y recuperar la compostura.

—Disculpe, señor —dijo con tono sincero y gesto preocupado una encantadora

niña de unos 10 años, peinada con una trenza larga y negra que le caía sobre su hombro, con mucha gracia—. ¿Está usted bien?—, preguntó, amable.

El anciano no lograba reencontrar el balance. Tuvo que sujetarse del respaldo de la

banca asustando a la pequeña que pensó que el hombre se caería. El teléfono seguía llamando desde el bolsillo de su chaqueta.

—Me parece que su teléfono está sonando —le dijo la niña queriendo ayudar.

Se acercó otro niño, uno delgado y pecoso, con las piernas chuecas y los brazos quizás demasiado largos para su cuerpo. En su rostro se contenía una carcajada.

—Si te da riza el pelotazo, niño… —empezó a refunfuñar Bruno pero el niño lo

interrumpió.

—No, no, señor, es que su hombro está… —y dejó la frase sin terminar pues se dio

cuenta mientras lo decía que no ayudaba en nada a la situación.

—¡Ah, mierda! Malditas ratas… —vociferó el anciano totalmente contrariado.

La niña se agachó a recoger el balón, más para esconder su risa que por apuro de

recuperarlo. Y de pronto el abuelo sintió unas enormes ganas de reírse. En realidad era muy gracioso todo lo que ocurría allí.

—Sí, sí, ríanse, lo cierto es que es gracioso —les señaló el viejo limpiándose el

hombro con un pedazo de papel que fue estirando la mancha cada vez más, hasta hacerla más grande.

—¡Ya! Nos vamos a la casa y están castigados —gritó una voz de mujer con voz

destemplada y actitud desproporcionada.

El hombre levantó la cabeza de la mancha y miró a la mujer que se había acercado.

Gesticulaba con sus brazos y manos y estaba roja de furia.

—Oiga, cálmese —la reconvino Bruno sin levantar la voz. Esto ha sido un terrible

accidente. Y lo peor no ha sido el pelotazo sino las ratas que me han cagado el hombro.

El viejo sonrió definitivamente divertido. Los niños soltaron sendas carcajadas, largamente contenidas. La mujer los miró a todos desconcertada.

—Pareciera que el pelotazo ha dado en una de las palomas y le sacó los intestinos

—insistió el abuelo riendo y señalando la enorme mancha en su chaqueta y se largó a reír a carcajadas, junto con los niños que se doblaban de risa.

La mujer no sabía cómo reaccionar ante la situación. Así es que optó por tomar a

sus niños de las manos y empezó a retirare, pensando que las cosas se podrían poner peor.

—Creo que la paloma evitó que el pelotazo me sacara la cabeza de su lugar —

agregó el viejo con más risa.

—Vamos —ordenó la mujer todavía seria—. En la casa hablaremos —amenazó.

—¡Eh, muchachos! —llamó el anciano.

Los niños se volvieron a mirar al viejo. La mujer se detuvo contra su voluntad.

—No tengan apuro por crecer —les aconsejó, señalando con un breve gesto de sus

ojos a la mujer que se los llevaba—. Cuando lleguen a mi edad, lo único que querrán será regresar a la edad que tienen ahora.

Los niños se desconcertaron un momento y luego sonrieron con amabilidad.

—Adiós, señor —dijeron casi al unísono.

—Adiós —respondió Bruno y volvió a limpiarse la caca de paloma.

El teléfono volvió a sonar. Más tranquilo, Bruno logró sacar su teléfono del bolsillo

de su chaqueta sin problema.

—Aló —respondió el anciano todavía divertido—. Hola… De nada… Es que me

cagaron unas ratas con alas —dijo volviendo a reír—. No importa… —dijo sin querer explicar.

Hizo una pausa antes de responder a la pregunta que le habían hecho del otro lado

de la línea y luego respondió:

—Bien. Hay que esperar los resultados de los exámenes… No, todavía no… Los

haré más tarde… —mintió despreocupado y pensó que en realidad no se los haría más tarde y tal vez nunca.

Odiaba los exámenes y sólo iba a gastar el poco dinero que tenía en hacerse

exámenes que dirían lo que el doctor ya sabía, reflexionó.

—Sí, en cuanto termine de almorzar —volvió a mentir—. Yo también te amo —se

despidió sinceramente.

Miró su reloj bajo la manga de su chaqueta. Comprobó que iban a dar las 12.

—Tal vez aún esté a tiempo —susurró para sí mismo.

Se levantó de la banca y detuvo un taxi.

—Al Municipal, por favor —solicitó con amabilidad al conductor.

—¿A los conciertos de mediodía…? —adivinó preguntando el taxista—. ¿O trabaja allí?

—A los conciertos— respondió Bruno.

—Tiene una mancha en… —empezó a decir el conductor, pero el anciano lo

interrumpió.

—Me cagó una rata con alas —sentenció, seco.

El chofer lo miró por el espejo retrovisor levantando las cejas, sin comprender. Al

ver que el gesto del viejo era divertido se conformó y no siguió preguntando. No quería que le tomaran el pelo, tal vez porque le quedaba poco.

—¿Qué va a escuchar? —preguntó en cambio.

—No lo sé —respondió Bruno con toda tranquilidad como si supiera que iba a

causar más extrañeza en aquel hombre—. Lo que sea que toquen.

El conductor lo miró, incrédulo.

—La música, toda la música, es probablemente la mejor expresión de los seres

humanos. Quizás la única actividad que, sin lugar a dudas, dejará una huella positiva tras nuestro malogrado paso por este mundo. Así que cualquier cosa estará bien.

El taxista asintió con su cabeza más como un “vaya, vaya”, que como si estuviera de

acuerdo con las palabras del viejo.

—Yo no pagaría sin saber lo que me ofrece el programa —opinó sin sacarle el ojo al

camino.

—¿Sabe?, el futuro está ahí para que llegue cuando tenga que hacerlo. Si nos

empeñamos en tratar de controlarlo, al final sólo logramos que no tengamos el placer de vivir el presente, ni tampoco el futuro. Me parece que hay que dejar que sea lo que tenga que ser.

—No me habría atrevido a pensar que usted era un aventurero sino todo lo

contrario —dijo el taxista—. Por favor, no me mal interprete.

—Aventurero, no —corrigió Bruno—. Por muchos años he vivido como si no

existiera la muerte. Y creo que es el momento de corregir eso pues de otro modo moriré sin haber vivido realmente.

El chofer lo miró por el espejo de su auto, sorprendido. Bruno sonrió más para sí

que para el conductor. Se sentía tranquilo y confiado a pesar de que en cierto modo era verdad que había llevado una vida llena de cuidados y remilgos que lo habían distanciado de alguna manera de los demás, de la existencia. Sólo ahora que sabía que su tiempo estaba contado se atrevía a elegir el camino sin planificar.

Un instante después de que aquel joven delgado vestido de negro impecable

moviera su batuta con delicadeza, comenzó a sonar cristalina como el canto de un jilguero, lo que estaba preparado para la audiencia de esa mañana. Cuatro personas y el acomodador, que se había colado a escuchar entre la puerta y las cortinas, disfrutaron de aquel concierto de mediodía.

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