EL LIBRO EN BLANCO
- Ricardo Harrington
- 22 jun 2023
- 7 Min. de lectura
Ran, que en japonés significa caos o miseria, según se quiera ver, es una película mítica dentro de la filmografía de Kurosawa. Ha tomado prestado de Shakespeare el tema pero sólo eso pues todo lo demás ha sabido ponerlo el maestro oriental de una manera pocas veces vista en este tipo de adaptaciones. Por lo pronto la imaginería, los encuadres, el colorido, el tempo y, desde luego, las actuaciones de los nipones, que no necesitan pedirle nada a los ingleses, ni a nadie. Ya la había visto, cuando la estrenaron. Pero estas reposiciones siempre llaman a repetirse algunos platos. Así es que conduje a través del calor de la tarde santiaguina y me encaminé hacia el Normandie, nuestro viejo y querido Cine Arte, siempre presente, siempre fiel, a pesar de haber cambiado su ubicación original en la Alameda, a cuadra y media de la Plaza Italia, para situarse en ese extraño sector del centro de la ciudad en que las calles parecen todas las mismas y aún con la ayuda del trazado de 100 metros, perfectamente cuadriculado a regla, tan propio de la colonia española, uno se termina perdiendo o sintiendo que lo ha hecho tal vez sin que en realidad haya ocurrido. Allí, siempre a contrapelo de la programación comercial, estaban programando una serie de tres películas del realizador imperial.
Con algo de tiempo (había llegado 25 minutos adelantado), pude relajar mi acelerado tranco y de inmediato se me vino a la mente aquel asunto del libro de tapa dura y páginas en blanco, como un libro sin imprimir, que tanto había buscado en los últimos días, transformándose en una verdadera obsesión. De gran ayuda resultó el acomodador de la calle Zenteno, un hombre delgado que no parecía tener carne entre los huesos y la piel, con un bigotito como pintado sobre su labio fino, que ofrecía una permanente sonrisa a medio camino entre la burla y la complicidad, y unas manos ágiles e histriónicas que dirigían las maniobras, siempre certeras. Hizo la vista gorda cuando pasé a llevar muy levemente el parachoques de otra camioneta, un poco creo yo porque es sabido de todos que estos vehículos no son fáciles de conducir y menos de estacionar y lo cierto, modestia aparte, es que mi maniobra había sido impecable, apenas ensuciada por este roce mínimo al que me refiero y otro poco, por mi propia persecuta, que siempre la atribuí a la marihuana pero que desde haberla abandonado definitivamente hacía ya más de una década seguía instalada en mí como parte de mi sistema nervioso. De todos modos, mi apariencia poco ortodoxa y mi ancha sonrisa que se extendía generosa hasta la punta de mis dedos en forma de billetito modesto, terminaron de arreglar las cosas dejándolas como estaban, con el menos aspaviento posible. De gran ayuda, digo yo, porque nos pusimos a conversar brevemente e inspirado por su amabilidad le pregunté si había una librería en los alrededores. Y entonces resultó que estaba justo frente a mi nariz y a un costado del cine al que me dirigía. Fantástico. Podía ser el principio del fin de mi búsqueda, me dije esperanzado y me dirigí allá.
Las dos hermosas ancianas que estaban tras el mostrador en espera de que alguien les preguntara por el libro en cuestión y sólo para eso, me mostraron sus dientes en un sólo movimiento sincrónico que me pareció idéntico, como si fueran una misma persona dos veces corporizada. Una bella hilera de dientes blancos y nacarados, apenas húmedos que brillaban como perlas entre las lapiceras, los compases, las cartulinas, las libretas, los folios y los precios, todos escritos a mano con lápiz de mina y una maravillosa caligrafía.
Pero no lo tenían. Es más, nunca habían oído a nadie preguntar por semejante artículo, y lo más parecido que ellas trabajaban era “esta croquera, señor, que la llevan mucho algunos dibujantes y estudiantes de arte. Y no es cara, ¿sabe?”.
Demás está decir que si bien con algunos ajustes podría haber llegado a ser lo que andaba buscando, resultaba imposible hacérselos, por lo que agradecí a las octogenarias y retorné a mis pensamientos para dirigirme al cine, a Kurosawa, a ese mundo casi siempre de fantasía que nos deja con frecuencia el alma en vilo. Estaba a punto de abandonar la pequeña librería cuando la voz de una de ellas me detuvo.
Es extraordinariamente difícil sospechar el nivel de la creatividad y la imaginación de algunas personas. Cuando me giré hacia la voz; mirándome fijamente a los ojos, la más encorvada de la viejecillas, me decía con una parsimonia y un adorable tono: “es probable que no sea lo que usted anda buscando, pero podría servir, mientras lo encuentra. Me refiero, claro, a un trabajo artesanal, que no siempre queda muy prolijo, pero, como le digo, es sólo transitorio”.
Me acerqué nuevamente al mesón y le pedí que me explicara de qué se trataba.
“Cuando yo era joven -y sonrió de una manera tan encantadora que en ese momento y tan sólo por aquel gesto, apenas perceptible, yo habría comprado cualquier cosa que me ofreciera y todo si me lo hubiera solicitado-, también me gustaba escribir, para lo cual era muy importante el papel y la pluma, y como no tenía suficiente dinero para comprar los maravillosos cuadernos que entonces se hacían, usaba este papel de copia que mi madre me cocía con mucha paciencia y al cual le agregaba unas tapas duras con algún cartón que yo misma buscaba...” Hizo una pausa como para observar mi reacción y luego continuó tan suavemente como había comenzado. “Hoy ya no es necesario molestar a las madres con tan difícil tarea, ya que la modernidad ha conseguido algunos logros, que seguramente no son pocos, y entre otras cosas, ya existen los anillos de plástico, que posiblemente habrá usado cuando estudiaba. Jovino, es un amigo nuestro, que se dedica justamente a estos menesteres y tiene su boliche justo a la vuelta, en el pasaje san Diego, creo que el 1 A, si mi memoria no me falla. Vaya de nuestra parte y llegue a un acuerdo con él. Ah, aquí tiene el cartón para hacer las tapas”, concluyó, estirando una delgada mano huesuda de dedos cortos que sostenían dos cartones grises, cortados a una medida que parecía ser carta; mientras con la otra, empujaba hacia mí una resma completa de papel delgadísimo, tipo “biblia”. Su solución, era un verdadero tesoro. Mucho más permanente de lo que la experimentada abuela se permitía creer.
Agradecí sinceramente. Pagué lo que me indicaron las dos ancianas, una vez más a dúo y salí de aquel encantador lugar, encantado, flotando en una nube que me ahorraba el esfuerzo de caminar, como los demás mortales.
Su memoria era perfecta: 1 A y Jovino estaba adentro. Otro octogenario, semi calvo, de brazos fuertes y piernas arqueadas, con aspecto de judío del barrio de Once, en Buenos aires. Anillaba un trabajo que parecía una memoria o una tesis.
De algún modo, el hombre ya sabía que las hermanas me habían enviado y aguardaba pacientemente a que yo llegara.
—¿Don Jovino? —pregunté.
—Sí —respondió y sin dejarme decir otra palabra disparó, con un ligero acento italiano:
—No hay ningún problema, es un trabajo lento y ahora estoy un poco atareado; pero si lo puede venir a buscar más tarde, yo puedo tenerlo a eso de las ocho u ocho y media.
Yo no tenía problema con la hora.
—Ah, venga conmigo, por favor.
Lo seguí hasta la calle, fuera de la galería. Señaló una pequeña puerta y luego en particular un pequeño timbre plateado que reemplazaba a otro, de bronce, que habría dejado de funcionar.
—Si no estoy en mi taller, me toca el timbre aquí. Jovino es mi nombre. Hasta entonces —agregó y dio un paso alejándose.
Yo no me moví, no sólo porque estaba completamente sorprendido con tanta elocuencia, sino porque no habíamos llegado al arreglo que me había mencionado la viejita.
—Ah, sí —dijo, sin que yo mencionara algo.
Se llevó una mano a la boca, tomándola como si su labio inferior fuera la cazoleta de una pipa. Sus ojos miraban el cemento de la vereda, fijamente. Así estuvo uno tal vez dos segundos enteros. Luego, volvió a mirarme.
—¿Le parecen bien mil pesos?
—Sí, creo que sí —dije aún turbado.
—Lo que quiero es que quede contento. No es un trabajo sencillo.
—Me parece bien —volví a decir, esta vez, con más firmeza.
—Entonces, hasta las ocho —sentenció y se fue.
Vi la película pensando en las hermanas, en Jovino, en el pequeño pasaje con librerías de viejo, con imprentas de tarjetas de presentación e invitaciones a bautizos y matrimonios, con reparadora de artefactos eléctricos y peluquerías para señoras, en donde seguramente se peinaban y cortaban las ancianas de la librería, pensando en mi artesanal libro en blanco, en la magia de aquella experiencia extraordinaria, en el barrio. Shakespeare y el imperio japonés no resultaron tan interesantes como la primera vez, la maravilla de esas actuaciones me parecieron sobredimensionadas, excedidas, ausentes de sencillez, los decorados demasiado fastuosos y los vestuarios simplemente inabordables... Sólo daban vuelta en mi cabeza los impecables delantales con diminutas florcitas, perfectamente bordadas, de aquellas señoras, sus cabellos cortos y blancos, sus dientes brillantes, la camiseta gris de algodón de Jovino, sus revistas viejas, de trecientos pesos, puestas en anaqueles polvorientos, sus manos resecas llenas de venas y pecas con las que estaría perforando las quinientas hojas en las que pensaba escribir tantas cosas...
Me alegró que terminara la película. Me levanté sin esperar a ver los créditos que de cualquier modo están en japonés y corrí al taller de Jovino en busca de mi libro.
El pasaje San Diego estaba cerrado. Tal vez porque ya eran la 9:22 de la noche. Toqué entonces en el timbre que me indicó don Jovino. Durante diez minutos insistí sin obtener ninguna respuesta. Tendría que volver. ¿Por qué no me había salido del cine cuando fue la hora acordada? ¿Qué suerte de culto extraño le rendía a aquel rito de ver películas completas aunque fueran terribles? En eso estaba cuando de pronto la puerta se abrió, tras un zumbido eléctrico y un sonido metálico. Una estrecha escalera conducía directamente al segundo piso. En lo alto, una señora joven y atractiva me miraba en silencio. Junto a ella, en el último escalón, asomaba un perro que resultaba más parecido a un trapo para limpiarse los pies que a un animal verdadero, permanecía quieto y en silencio y por la mitad de la escalera, ajeno a todo cuanto ocurriera en todo el universo, un pequeño gato gris, que no debía tener más de dos meses de vida, bajaba tambaleándose al alcanzar cada escalón.
—¿Está don Jovino? —pregunté.
—No, pero aquí tengo su trabajo —respondió seca pero amable, la mujer—. No pudo perforar el cartón que usted le trajo, así que le puso otro más delgado. Queda bien. Aquí tiene.
Subí la escalera para recibir el libro de la mano de aquella mujer que llevaba un hermoso vestido color crudo con bordados a la altura del pecho, uno de esos inconfundibles vestidos oaxaqueños, siempre sencillos, siempre maravillosos. Le pasé los mil que habíamos acordado, le agradecí y comencé a bajar las escaleras. Dos escalones había descendido y me volví para enviarle un mensaje a Jovino, pero la escalera estaba completamente desierta, ya no estaba la mujer, ni el perro, ni tampoco el gato, sólo mi nuevo cuaderno, con sus páginas blancas y yo, con mi cabeza llena de imágenes y palabras.
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