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EL DOLOR Y EL SUFRIMIENTO

  • Foto del escritor: Ricardo Harrington
    Ricardo Harrington
  • 22 jun 2023
  • 6 Min. de lectura

“El dolor es una piedra en el camino,

el sufrimiento es la elección de cargarla contigo.”


Aquella mañana cuando apenas clareaba, Tito se afanaba en el patio de su casa

marcando y cortando, martillando y atornillando. Era tan temprano que el abuelo no se levantaba todavía. La madre, eso sí, ya tomaba su café matutino y lo miraba desde la cocina, a través de la ventana.

—Sería mejor que lo hiciera en el taller —sugirió el abuelo mientras se preparaba

un café—. Allí sería más seguro cortar y martillar.

Su hija no lo había escuchado llegar.

—Hola papá —saludó la mujer—. Déjalo así, que tome aire le hará bien.

El anciano se sentó en una de las sillas de la cocina y sorbió su café sin apuro, disfrutándolo.

—¿Te despertó? —preguntó ella.

—Qué va. Ya me había leído casi la mitad de una novela, cuando comenzó.

La mujer sonrió contenta de que su hijo no hubiera despertado a su padre.

—A mí sí —confesó ella. Esperaba aprovechar en mi día libre.

El hombre levantó los hombros en señal de “qué se le va a hacer”.

—Supongo que tampoco lo habría logrado.

En el patio Tito forcejeaba con su obra tratando de incorporar una nueva pieza que

no quedaba firme. Justo antes de rendirse eligió darle unos martillazos intentando clavar aquella parte. Pero la superficie donde lo hizo y la estructura de su construcción resultaron inestables y terminó por golpearse severamente un dedo, dando un grito que se debió escuchar en todo el barrio.

Entonces, la madre lo vio lanzar el martillo lejos y dar un puntapié a las maderas,

rompiéndolas en varias partes. El anciano levantó sus cejas y ladeó ligeramente su cabeza, en señal de que era previsible. La madre de Tito salió corriendo al patio.

—Debiera dejar que le pase el dolor solo —susurró para sí el anciano y bebió un

poco más de café con toda calma—. Lo importante, es cómo manejará el sufrimiento.

Tito se lamentaba y giraba sobre sí mismo, adolorido e iracundo.

—¿Qué pasó? —le preguntó la madre abrazándolo, cariñosa.

—Esa porquería —dijo el muchacho con rabia—. Me pegué con el martillo —agregó

sufriendo.

—Uy, pero mira cómo te dejaste el dedo. Vamos adentro.

Los dos entraron en la casa.

—Se martilló el dedo —le informó la madre al abuelo—. Le pondré un poco de

hielo.

A Tito le saltaban lágrimas de los ojos que rodaban por sus mejillas hasta salpicar

el piso de la cocina.

El viejo se levantó y salió al patio. Se detuvo justo en el umbral de la puerta de

entrada y miró. Pudo ver los pedazos de madera esparcidos en un sector del jardín y las herramientas en un relativo orden alrededor de donde había estado trabajando su nieto, excepto por el martillo que había ido a parar a los pies del Boldo, dejando un ligera marca en su tronco.

Con paciencia fue recogiendo poco a poco las partes de la construcción. Recolectó

el martillo y después las otras herramientas. La obra se notaba bastante afectada por la ira del niño. El hombre miró con detención las partes y consideró las posibilidades de repararlas durante un instante y luego se las llevó al taller.

Cuando el abuelo regresó a la cocina Tito se encontraba bebiendo una infusión

amarillenta; tenía los ojos hinchados y enrojecidos y estaba algo más calmado. La madre le había hecho un discreto vendaje que lo protegería de nuevos golpes. El anciano se acercó al niño y le acarició la cabellera, revolviéndosela.

—Gajes del oficio —sentenció tranquilamente—. Ya se pasará —le aseguró

tratando de animarlo.

Y luego se sentó junto a él a terminar su café.

—¿Quieres que lo caliente? —preguntó la madre con amabilidad.

—No. Gracias. Está bien así —agradeció al anciano—. Estoy acostumbrado a

tomarme el final frío —aseguró.

—Voy a comprar a la esquina y regreso —anunció la madre—. ¿Necesitas algo? —

preguntó, amable.

Y al pasar junto a su hijo le dio un beso en la frente con la intención de consolarlo.

—No, nada, muchas gracias —respondió su padre.

El niño y su abuelo permanecieron un rato en silencio, cada uno concentrado en

sus propios pensamientos.

—Recogí tu trabajo y las herramientas. Las llevé al taller —comentó, por fin, el

abuelo, en tono casual—. Creo que se puede salvar.

—Gracias, pero ya no quiero hacerlo —respondió el niño, todavía irritado.

—Cuando te deje de doler el dedo podríamos terminarlo juntos. Yo te puedo

ayudar— ofreció el anciano.

—Ya no me interesa —dijo seco y determinado el muchacho.

—Claro —murmuró casi para sí mismo el abuelo.

A través de la ventana contempló el viejo Boldo del patio que se mecía tranquilo

con la brisa de la mañana. Se levantó de su silla, fue hasta el fregadero y lavó la taza que había usado.

Entonces, vio la cicatriz en su mano izquierda y recordó el accidente que la había

causado, en el taller de su padre.

Aquella noche, después de la comida, fue hasta el dormitorio de su nieto, golpeó la

puerta y esperó a que le permitiera entrar.

—Pase —dijo la voz del niño desde el interior.

El hombre abrió la puerta y miró a su nieto. En su rostro aún podía notarse el

sufrimiento que experimentaba.

—¿Todavía duele? —le preguntó.

—Un poco —respondió Tito tratando de mostrarse valiente.

El anciano se acercó a la ventana del dormitorio y miró a través del cristal.

—Ven, acércate un momento —le pidió a su nieto.

El niño se levantó de la cama y se acercó al anciano.

—¿Ves el Boldo en el patio? —le preguntó.

El Boldo lucía diferente aquella noche, porque la luz amarillenta de la luna le daba

una especie de aura casi mágica.

El muchacho asintió moviendo su cabeza.

—¿Cuántos años crees que tenga?

—¿El árbol? —preguntó el niño, inseguro.

—Sí, ese Boldo.

El niño pensó un momento. Pero en su perspectiva y hasta en su imaginación el

tiempo no era algo que tuviera demasiada importancia y le era prácticamente imposible calcular.

—No lo sé, abuelo —acabó por responder.

—¿Te sorprendería si te dijera que es más viejo que yo? —lo inquirió el anciano.

—¿Tú, cuántos años tienes? —preguntó el niño con curiosidad repentina.

—Voy a cumplir 67.

—¡Qué viejo! ‑exclamó Tito con ingenuidad.

—Así es. Más de medio siglo mayores que tú. Mucho y poco tiempo, dependiendo

de cómo se mire.

Tito no estaba seguro de haber comprendido. Los dos permanecieron en silencio

un momento.

—Y tanto el Boldo como yo, nos hemos sobrepuesto a sucesos dolorosos de

nuestra existencia.

El muchacho lo miró, sin entender lo que estaba tratando de decirle.

—¿Ves esa rama que se le ha roto? Aquella, más cerca de la reja —señaló con su

mano izquierda.

El muchacho asintió, moviendo afirmativamente su cabeza.

—Al ver la otra que está justo en la parte del patio, puedes saber cuándo la perdió,

pues probablemente crecieron juntas y ahora tienen una notable diferencia de grosores.

El niño no parecía lograr seguir la dirección que había tomado aquella reunión

excepcional. Su rostro se notaba aburrido y con sueño. Pero no quiso confesárselo a su abuelo.

—Muy seguramente ha tenido ese y otros eventos doloroso a lo largo de su vida.

Sin embargo, allí está, con sus raíces firmes y el resto de su ser creciendo, haciéndose cada día más grande y más fuerte, sin dejar de colaborar con el resto del mundo. Humedece el suelo, cobija a otros animales, oxigena el aire, nos da sombra… y tu abuela usaba sus hojas para mejorar muchísimas dolencias suyas, mías, de tu madre y hasta tuyas…

Tito miró a su abuelo con algo de compasión pues se daba cuenta de que se

emocionaba al hablar de la abuela. Le tomó la mano de la cicatriz con la suya sana. El abuelo le sonrió amoroso.

—Vamos, a la cama, antes de que te enfríes —le dijo al niño.

Tito volvió a su cama. El abuelo lo arropó con cuidado de no tocarle su mano

golpeada.

—Buenas noches, Tito. Que tengas lindos sueños —le deseó a su nieto.

—Buenas noches, abuelo —respondió el niño con ternura.

Cuando el hombre salió, Tito permaneció despierto pensando. Imaginó que un

rayo le habría partido la rama al árbol y que hasta habría estado a punto de quemarse por completo por el fuego del impacto eléctrico. Y luego imaginó a su madre siendo una niña, subiendo en el árbol y a la abuela sacándole hojas al árbol y haciendo sus preparaciones sanadoras. Pensando en esas cosas terminó por quedarse dormido.

La tarde siguiente, cuando Tito regresó del colegio, entró corriendo al taller del

abuelo, que estaba trabajando con un serrucho, cortando una tabla.

—Hola, abuelo —saludó, atolondrado.

—Hola, Tito.

—Vamos a terminar mi obra maestra asesina —lo invitó con gran energía y riendo

de buena gana.

El abuelo devolvió el serrucho en su lugar, guiado por la marca que, al igual que

todas las herramientas, tenía dibujadas en el tablero; y se acercó al banco en el que había dejado los restos del trabajo de su nieto.

—¿Por qué cambiaste de opinión? —preguntó el abuelo con gran curiosidad.

—¿Querrías que me dejara vencer por un martillazo, abuelo?

El viejo sonrió satisfecho con la respuesta.

—¿Cuántos te diste tú? ¿Y el bisabuelo? —preguntó retóricamente.

El anciano asintió con su cabeza y una amplia sonrisa se le dibujó en el rostro.

—Además, es un regalo y de verdad que quiero terminarlo a tiempo.

Y tomó las piezas que había pateado el día anterior para ponerlas juntas de nuevo.

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