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CONSCIENCIA

  • Foto del escritor: Ricardo Harrington
    Ricardo Harrington
  • 22 jun 2023
  • 5 Min. de lectura

¡Qué extraño viaje hacemos! Este periplo hasta la muerte. Este recorrido al mismo tiempo minúsculo e inmenso y del que apenas nos apercibimos. El viaje de la vida. Nuestra vida.

Venimos desde las profundidades; muy adentro en las entrañas de un ser. De la intimidad recóndita; de abrirnos camino a otro mundo también esencial; a otro ser. Un viaje que se inicia celular, diminuto; fuera del alcance de nuestra atención (aunque ya en ese punto, somos vida en potencia); y, desde luego, mucho más allá de nuestra comprensión. Empero, tampoco de quienes, mucho más activamente, participan del ritual; pues, tanto más ocupados del exterior, casi siempre, y es que aun con amor, frecuentemente lo han dado por hecho.

¿Será esa invisibilidad, aquella ignorancia la que extendemos?

Aun así, se produce el milagro: ¡La vida, que recibe a la vida, para desarrollar la vida!

Allí, continúa nuestra navegación. Depositados en un breve y al mismo tiempo inmenso mundo, cálido y líquido, se explaya la existencia; a una velocidad sorprendente; protegidos, a salvo, de casi todo. No obstante -¡vaya paradoja!-, los primeros en contaminarnos con la peste de la sociedad, son nuestros cuidadores. Quienes más nos aman, nos exponen. Sin ninguna consciencia de ello (la perdieron antes, en su momento), sólo cumplen con el ciclo: el convenido desenvolvimiento cultural, aceptado una y otra vez, generación tras generación, desde hace ya muchos cientos de años.

Más tarde, incluso nos envían al colegio. Institución nefasta, con el sólo propósito de meternos en molde: unos para gobernar y el resto para obedecer; transformándonos en piezas útiles del sistema patriarcal. Un estadio milenario, que se impone feroz, ya desde el núcleo familiar, y en el que tradicionalmente gobierna el padre, rígido, severo y casi siempre ausente: pura idea, puro dogma.

Se extiende a la educación, que continúa el mismo principio y que, además, valida únicamente, un tipo de inteligencia; la memoria; la fuerza física; una gran brutalidad; y el desapego sistemático del ser, especialmente de aquel que se desarrolla en el interior.

Poco a poco, vamos dejando de ser niños y niñas, perdiendo nuestro origen, para ser otra, otro, preformateados, adoctrinados, prisioneros, cosas, unos y ceros. Nos convierten en simples contenedores de información, en repetidores del modelo. Disponiéndonos para perpetuar el ciclo; para que hagamos con nuestros hijos e hijas, lo mismo que hicieron con nosotros; manteniéndonos cada vez más apartados de nuestra intimidad, del interior de donde provenimos, sin que algunos siquiera lleguen a atisbarlo o lo recuerden. Y la mayor parte de las veces, sin que nos lo preguntemos.

¡Hemos sido domados!

Nos han succionado la consciencia original. Con suerte, a unos pocos les quedará alguna reminiscencia. Sea que estemos al mando u obedeciendo, sólo continuaremos como piezas de la cadena de procesamiento industrial del sistema industrial post moderno, que produce y produce y transa, generando dinero, real y también ficticio; sin que haya el más mínimo interés por el ser humano, la naturaleza, o la vida. Sólo se interesa en las ganancias.

A partir de aquí, somos apenas orugas y no podemos soñar con alas y menos con transformación, así es que nuestra mejor oportunidad, será el naufragio; la catástrofe; el dolor terrible; uno que nos quiebre. Cualquier cosa que nos remezca lo suficiente para despertarnos. Cualquier evento que nos devuelva un grado de posible consciencia. Que nos permita alguna probabilidad de vuelo. El atisbo de las sombras en la caverna. Algunas y algunos habrán podido intuir, sospechar el velo, una hebra, algo, habrán conseguido un cierto despertar, flashazos de lucidez. Mas, como orugas, con destellos o sin ellos, vamos en nuestra travesía por el mundo devorando, únicamente consumiendo -como una plaga-, lo que sea que se nos presente en nuestro camino, incluidos los atrozmente llamados recursos naturales, que jamás han sido recursos, sino vidas como nosotros (y con ello abarco hasta las rocas y los salares).

Sin embargo, con ese nivel de consciencia no alcanza, no ofrece futuro y lo peor, el presente que genera, es realmente despreciable.

Nuestras mentes no paran de parlotearnos, enajenadas, siempre hambrientas. Y nos mantienen ausentes, imposibilitados de acceder a otro nivel más elevado; apenas nos alcanza para desarrollar nuestras habilidades más llanas, tutelados por el miedo, oprimidos por la ira hacia nosotros mismos. Una rabia que hemos generado, tan inconscientes de su existencia, como inconscientes de nuestra ausencia. Así es que nos odiamos. De las maneras más diversas posibles, hasta dañarnos, a veces, con severidad; aumentando el abismo hacia el interior.

Casi inhumanos; muchas veces zombis, el derrotero se vuelve ambiguo y fatuo. Y aunque no nos percatemos en verdad, estamos empantanados.

¡Hay que despertar!

Descubrir en nuestro recorrido que podemos y debemos querernos; que otra vez podemos amarnos; que es posible recuperar el amor original; a nosotros mismos; a la vida; al viaje que conocimos y que olvidamos, en algunos casos, para siempre. Y precisamente porque la mayoría no se da cuenta de su ausencia; no percibe su desamor, ni su odio hacia ellos mismos y sólo sigue adelante, persiguiendo la zanahoria del poder, del tener, del enriquecerse por fuera, continuamos creciendo horizontales, envejeciendo como orugas, empeñados en nuestra loca carrera por el éxito, confiados -en total ignorancia- en que nos hacemos mejores, más grandes, más fuertes; y el mundo parece devolvernos nuestro reflejo, colmado de logros de lo más relucientes y en los más diversos campos (¿del desarrollo humano?), pero también no devuelve frustraciones, de tanta fatalidad, porque no todos consiguen lo que esperan, mientras nos arrastramos, veloces, hacia el último de nuestros días, sin habernos mirado siquiera en nuestro interior; para morir como perfectos desconocidos, vacíos por dentro y, claro, por fuera… Aunque hubo tiempos en los que quisieron llevarse sus riquezas consigo, convencidos de que seguirían el viaje con ellos. Hoy, no nos queda ni esa creencia.

¡Hay que despertar!

¡Debemos amarnos! ¡Querernos sin límite! Es preciso recuperar nuestro estado animal; ese que convive con el niño y la niña que aún hay en nuestros interiores, aguardando, ese que nunca debimos dejar de ser; aquel que nos fue escamoteado en el hogar, en los colegios, en las cintas de procesamiento industrial.

¡Necesitamos volver a estar presentes! Permitir que la vida nos traspase por completo, deteniendo nuestra mente; dejando de hacer; saliendo del sistema productivo, hasta que consigamos no tener que nombrar nada. Aunque al principio sólo sea por instantes. Porque será un largo proceso. Será de a poco, en estadios parciales, hasta que seamos capaces de conseguirlo más permanentemente; hasta descubrir para qué estamos aquí; qué es lo que desea el universo de nosotros; hasta contactarnos con el sentido profundo de la vida; hasta recuperar nuestro Yo interior; hasta adquirir consciencia; noción de la Nada, aquella inmensidad que no devuelve imagen, ni sonido, o texto, pero de donde emerge el Todo; la Nada que nos regresa al camino, al viaje; aquel “espejo” vacío de reflejo, que nos permitirá descubrirnos, descubrir el mundo, la conciencia del viaje, que nos devolverá la presencia y con ello, la vida.



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